lunes, 18 de enero de 2010

Y entre tanto malditismo, tú, simplemente, mueres de amor.

He vuelto a caer en mis viejas trampas. En mis malas y tercas costumbres, en perder el tiempo cuando no lo tengo y en hablar solo cuando estoy triste. Cuenta Sabina, que para escribir canciones de desamor, tuvo que irse a Praga, a quemar los bares a golpe de verso frío. Él gozaba de una de esas cómodas rutinas de amor domestico y a un amigo suyo le habían roto el corazón por lo menos en diez trozos. Unos llaman a las musas (y las violan) y otros hacen éstas cosas. Al final el argumento siempre es el mismo.


A mí suele pasarme que gozo también de una rutina [no de amor] doméstica. No te creas que me quejo, la verdad es que es muy cómoda, y siempre me lleva a los mismos sitios. Tarde, de madrugada y afortunadamente sin la compañía del humo, salen todos los cadáveres que tengo escondidos en el armario. Se pasean por la casa, que está en silencio, y se van turnando para sentarse a mi lado en el sofá. Algunos me cuentan los viajes que hemos hecho, otros me hablan de la noche, de las sombras que nos persiguen, y otros solo se ríen de mí.


Me cuesta mucho pensar cómo alguien puede escribir un libro. Un enorme libro de 268 páginas, con todo el tiempo que eso conlleva. Con cada uno de esos días y esas noches con tantos y tan drásticos cambios de humor. Yo sé que mataría a todos los personajes. Serían tremendamente retorcidos y acabarían los unos con los otros en una cena en una mansión, como en “Un cadáver a los postres”. Solo que mis personajes estarían basados en personas reales. Haría una última cena con los alter ego de muchos conocidos y ellos mismos se acuchillarían los unos a los otros. Y lo mejor es que yo ni siquiera tendría que sentirme culpable.


Hace tiempo vi “Desmontando a Harry” del siempre pesimista Woody Allen, y pensé que me encantaría poder leer la mente. No por la curiosidad de saber lo que alguien está pensando. Mi interés iría mucho más allá de todo eso. Sería algo así como poder ver a través de los ojos de otra persona, siendo yo misma, pero desde otro punto de vista. Sabiendo que soy yo, pero sin los prejuicios que conlleva ser uno mismo. Lo pensé, porque el cine de Woody Allen me parece de lo más exquisito e interesante. Y pensé que para hacer algo así hay que tener un mundo interior de lo más agónico. La típica cabeza que no se apaga ni siquiera cuando uno duerme. No se puede escapar de la eterna conversación con uno mismo, y eso es fatal. Pero sin embargo, fuera de casa hablando con otros, se está deseando constantemente volver para retomarla. Es bastante doméstica ésta soledad, no me falta razón.


“Me encanta, me encanta…un personaje demasiado neurótico para la vida, que sólo puede funcionar en el arte. Notas para una novela, posible inicio: Friedgin llevaba una fragmentada e inconexa existencia. Hacía tiempo que había llegado a ésta conclusión. Todo el mundo conoce la misma verdad, nuestra vida depende de cómo elegimos distorsionarla. Sólo tuvo serenidad al escribir. El escribir, en más de un aspecto le había salvado la vida…”





El deseo.