miércoles, 19 de octubre de 2011

Besaré todas tus cicatrices, pero por favor, vuelve.




Bajo el cielo azul oscuro de aquel pueblo de la costa cántabra, sentados frente al mar, ella ataba sus rodillas fuertemente cotra el pecho y él con las manos bajo los muslos balanceaba las piernas golpeando los talones contra el bloque de cemento en el que estaban sentados. Su mujer dictaba aquellas palabras como una oración infantilmente apredida:

- Quiero cortarme. Quiero ver el dolor, porque es lo más físico que se puede mostrar. No puedes mostrar el dolor interno. Quiero cortarme, cortarme, enseñarlo, enseñarlo. Sacarlo fuera.

- ¿Pero sacar el qué?

- Sólo dolor.

En otro tiempo la habría reprendido, la habría zarandeado intentando sacar todos aquellos cuervos que parecían estar devorándola, pero ya se encontraban en ese punto en el que todo se hace eterno, y el único sonido que pudo articular fue el de un beso en la frente.

Saltaron a la arena, ella se agachó para arremangarse los pantalones y con las sandalias en la mano caminaron hacia la orilla. A pesar de que el cielo estaba despejado hacía frío y la playa estaba desierta. Fueron todo el tiempo en silencio, hasta que llegaron al faro, se pusieron las sandalias y subieron las escaleras hasta el aparcamiento.

- ¿Cónduzco yo?

- Si encuentro las llaves… - Ella puso el bolso encima del capó y con el brazo metido hasta el codo removía todo el contenido del bolso en busca de las llaves-.

Se metieron en el coche, su mujer puso los pies sobre el asiento y se los frotaba intentando entrar en calor. Parados en un semáforo, Jèrome sintió vergüenza de sí mismo, recordó un momento nocturno de su adolescencia en el que en una calle estrecha del pueblo de sus padres, pisó el acelerador con la intención de estrellarse contra una pared, un coche, lo que fuera… Fue cuando Aurora y él lo dejaron, aquello sólo fue una estúpida llamada de atención, haber hecho aquello era una como burlarse de su mujer. Lo peor de todo, es que después de todas las toallas calientes, de las noches en urgencias y de las suturas desinfectadas, no encontraba manera de expiar su culpa. Deseaba que todos los cortes de Aurora le sangraran a él, que toda la maraña de pensamientos que la anulaban y reducían a aquel ser indefenso, existiera materialmente, como un trozo de carne de animal. Pero no cómo la carne de los brazos y las piernas, y el abdomen de Aurora.

Los números del ascensor se encendían de uno en uno hasta que llegaron al quinto. Pasaron al piso y se cambiaron de ropa.

- Queda algo de comida china de ayer ¿o quieres que cocinemos algo?

- La comida china está bien…

Apagó la luz del salón, mientras su mujer encendía una pequeña lámpara que proyectaba la luz en el techo y bañaba la estancia de luz tenue y amarilla. Jèrome se despertó en el sofá, con Aurora hablando en sueños -Vuelve, vuelve-, él la cogió y la llevó a la cama, al dejarla sobre la cama la camiseta del pijama había dejado al descubierto una cicatriz que cortaba su hombro en diagonal. Se tumbó a su lado, apagó la luz y le besó el hombro.