domingo, 25 de julio de 2010

Verano de mala madre.


Su voz era como un goteo. Pensaban que ella fue (alguna vez) feliz. Pensaban que ella no tenía gatos en casa, mas con las piernas arañadas paseaba los veranos de mala madre. Aquí, exceptuando los primeros once días, todos los veranos son así.

Hubo un verano diferente. Jèrôme podría contar esa historia mejor que yo. Pero Jèrôme ya no está. Aquel verano soñaban con ser otros en alguna playa de piedras. Alguna playa nocturna.
Contaban hasta tres y cerraban los ojos. A veces la veo intentándolo de nuevo, pero hace falta el alma del mar para que el viento se convierta en brisa y susurre algún secreto. Le gustaba pensar que Jèrôme tenía un alma del mar, pero todos aquí sabíamos, y más después de lo acontecido, que Jèrôme sólo traía susurros.

En sus ojos se intuía ese pensamiento recurrente que no le dejaba avanzar. La belleza era un hombre.

Jèrôme se rascaba la barba. Jèrôme cruzaba las piernas. Jèrôme la llevaba a un puente con vistas a la carretera, y le besaba con besos pequeños. Sus abrazos adoptaban posturas tan blandas que ella parecía encoger. Creo que en aquel momento ella habría muerto por amor.


El día que Jèrôme se marchó nada salió como debía salir, al menos no como nos han enseñado que acaban estas historias.

Ella debió entender el mensaje antes. Cuando llegó encontró una concha de nácar en el buzón. La sostuvo un segundo entre sus manos e intentó escuchar los susurros de dentro de la concha. No escuchó nada. Fue entonces cuando corrió, y nada salió como debía salir.

Los trenes esperan a los amantes. La belleza era un hombre. Los amantes corren y alcanzan a su amor con un pie en el vagón. Pero nada salió como debía salir, al menos no como nos han enseñado.

1 comentario:

Tonet dijo...

me parece un texto maravillosso. Las emociones bailan entre las letras.
Un saludo