lunes, 17 de agosto de 2009

Cine de verano

Llegamos tarde, eso es lo que nos pasa a los del 89, que llegamos tarde a los ochenta. Por eso nos ha tocado beber el último trago de su cerveza, las babas decadentes de una vida que nuestros padres nos narran pero que sólo hemos alcanzado a pasear por sus escombros. Asique aferrados a las anécdotas sagradas de nuestros padres nos empeñamos en bebernos la cerveza caliente que nos amarga el paladar pero que queremos beber a sorbos cortos para que no se acabe. Es lo que ocurre con las cosas míticas que incluso en su decadencia te hipnotizan. Y te las bebes.

Algo parecido pasó con el cine de verano, fiel a la estética de un pueblo de La Mancha, paredes encaladas llenas de desconchones, secas de un viento parado y seco… Ocurre con los pueblos de La Mancha, en su desencanto encuentras su encanto.



Hablábamos de ello a veces, de la tienda de golosinas empapelada con carteles donde Danny Zucko era el que retaba a Corleone. La tienda estaba ahí, pero todo el mundo llevaba su bocadillo en la mochila, y si pasabas a la tienda era porque tu abuela se había enterado de que ibas al cine o porque te gustaba pasar por delante de la pantalla y ver tu sombra dentro de la proyección.
Los últimos años el nieto del dueño se entretenía en hacer fotos con su Polaroid a los niños que pasaban a la tienda, y aunque en el pueblo todos nos conocíamos disfrutábamos buscándonos como estrellas de cine entre los carteles de la pared.

Todos se enteraron. Pasamos por delante del cine, y como todo lo que toca la sucia mano de los noventa, estaba derruido, la proyección del día: las siglas de una inmobiliaria. Pedimos a los obreros que nos dejaran pasar, atravesamos el patio sin hileras de sillas metálicas, ni azules ni retorcidas, nada y llegamos hasta la tienda de golosinas: allí estaban todos los niños sonriendo, sacando la lengua, abriendo unos ojos enormes preparados para comerse el mundo. Pero sin cine de verano.

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