martes, 4 de agosto de 2009

Santos que yo te pinté

-¡Zacarías! ¡Deja de meter tus apestosas manos entre mis papeles!. No sé qué piensas que puedes encontrar. ¿La carta de un antiguo novio? ¿Un post- it con una cara sonriente? Olvídate de todo, olvídate de mi y vete a casa. ¡A tu casa!

Los últimos días se sentía desgraciada, desgraciada cuando estaba sola, y desgraciada cuando estaba rodeada de gente. No había tontería que le sacara una sonrisa. Eran los días bajos, las malas épocas, los temporales, se decía. E igual que venían, se marchaban.
La última la había pagado Zacarías, el hombre con cara de niño, y nombre de viejo, que había sido desterrado de su salón hasta nuevo aviso. Cuando se le pasara, le llamaría. Le encantaba imaginarse a Zacarías al otro lado del teléfono, porque conocía exactamente la rutina que utilizaba. Era la única persona que conocía que no tenía un móvil. No lo quería, decía que no lo necesitaba. Pasaba largas temporadas en casa escribiendo, viendo viejas glorias del cine, o simplemente durmiendo en por la tarde en el sofá. Cuando sonaba su teléfono, el fijo, pegaba un brinco. No es que le llamaran mucho o poco, simplemente no se acostumbraba nunca. Se asustaba. Empezaba a dar vueltas por toda la casa en busca de un teléfono inalámbrico que no existía, para acabar recordando que sí, que tenía teléfono, pero que era uno de esos tan aparatosos y antiguos como el propio nombre de “Zacarías”. Cuando debajo de una ola de papeles y periódicos aparecía el teléfono, alargaba el cable hasta el sofá. El cable del teléfono era rizado, como todos los antiguos, pero dejaba dar rienda suelta a la movilidad del hablante. Decía que le encantaba imaginarse esa rutina, porque era todo un poema. Si el interlocutor no se cansaba antes de que descolgase el teléfono, podía imaginarse como él se tumbaba en su viejo sofá, enredaba entre sus dedos el cable rizado, y empezaba sus complicadas conversaciones de jueves por la noche.
Qué fácil era pensar en todas estas tonterías cuando estaba alegre, cuando los días eran dulces, y no catastróficos. Qué guapo veía entonces al hombre-niño-viejo aquellos días. Que paz. Qué bien.
Ahora lo echaba de su casa, solo eso.






Nota: La frase “¡A tu casa!”, también puede leerse como “¡A tu puta casa!”. Depende del gusto del lector por las vulgaridades. A mí me gusta más la segunda opción.


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